– Solías ser como nosotros, Bishop
– ¡Escúchame, hijo! Yo ya me estaba partiendo la espalda en esos estúpidos puentes cuando tu aún ibas en pantalón corto.
Quién me conoce, lo sabe: Uno tiene debilidad por esas películas corales en las que un grupo de tipos de la más diversa adscripción pugnan por un objetivo común. Ya sean un puñado de cowboys que, más por idealismo que por dinero, se conjuran para proteger un recóndito poblado mexicano (Los Siete Magníficos); unos mercenarios que cruzan el Rio Grande para vérselas con un antiguo compañero de armas (Los Profesionales, también de Brooks, de la que ya hablé por aquí) o un comando de forajidos y criminales a quienes encomiendan una misión de sabotaje suicida en pleno corazón del Tercer Reich (Doce del Patíbulo) O, como es el caso de The Bridge, una cuadrilla de albañiles que deben caminar sobre alambres a cientos de metros de altura para construir un puente a contrarreloj sufriendo todo tipo de problemas y sabotajes por el camino.
The Bridge cuenta la historia de John Peterson (Burt Lancaster), un capataz curtido en la construcción de puentes («The higher the better!», como el mismo dice sonriendo cuando le encargan el trabajo) Un tipo duro pero justo, que ha recibido el encargo de su vida: La construcción de una megaestructura que conecta dos secciones de Nueva York. Es imposible omitir la influencia del libro de Gay Talese, publicado el año interior y de idéntico título, sobre el script de la película: Las tensiones entre los obreros italoamericanos e irlandeses, las precarias condiciones de seguridad, el espíritu aventurero y errante de aquellos trabajadores, una suerte de cowboys contemporáneos.
Una de mis partes preferidas de la película parece arrancada directamente de las páginas de la obra de Talese: Tras recibir la paga semanal la cuadrilla de Peterson se dirige a un bar destartalado de los muelles, a fundir el dinero en chupitos de cerveza y vasos de whisky (siempre me chocó esa elección, me parece que debería ser al revés) Pedro (Eli Wallach) juega a los dados en el suelo del cuarto de baño con unos pobres diablos a los que está desplumando («Estos pequeños no dejan de ganar», dice entre risas de júbilo) Toda esa secuencia, en su sencillez, es una tremenda celebración de la vida, de vivir el momento, por parte de unas personas que se la juegan a diario por un puñado de dólares.
Pronto empiezan a acumularse problemas en la construcción del puente: Estructuras que no aguantan, materiales pobres, accidentes fatales. Ante esa situación, Peterson decide visitar a Hank Bishop (Karl Malden). Bishop era el mejor amigo del padre de Peterson (quién perdió la vida… Cayendo desde un puente) pero la vida le ha llevado por otros derroteros más confortables y es un pez gordo del sindicato de albañiles. Desde que lo recibe en su suntuoso despacho está claro que está en una frecuencia distinta a la de Peterson, que ha acudido al encuentro endomingado en un modesto traje:
– ¡Por todos los Diablos Johnny! Casi no te he reconocido sin tu casco. ¿Sabes? Podría buscarte un puesto aquí, pero eres un condenado cabezamula irlandés imposible de convencer.
Pronto quedan las cartas al descubierto, alguien «de arriba», como dice Bishop casi entre susurros, está interesado en recortar gastos. ¿La seguridad de los trabajadores? ¿Las muertes? Nada de eso parece perturbar al cínico Bishop quién lo resume todo con un escueto: «Para avanzar todos tenemos que ganar algo». Peterson abandona la reunión indignado.
Hay, sin embargo, un matiz oscuro que se suele pasar por alto a la hora de reseñar esta película. Se suele hacer hincapié en la dimensión moral del personaje de Lancaster, en su determinación por finalizar el trabajo, pero ¿Continuar aún sabiendo las condiciones en las que se va a desarrollar? ¿Exponer la vida propia y la de sus trabajadores por la consecución de un objetivo? En la crítica que hizo en su momento, Roger Ebert ya apuntaba un subtexto sobre la naturaleza obsesiva de Peterson, que rayaba en querer emular al padre hasta la autodestrucción.
Las cosas llegan a un punto de ruptura cuando Bishop destina a la obra a Josh McClintock (Sterling Hayden) un capataz rival que alberga un antiguo odio reconcentrado hacia Peterson («Tu padre al menos pudo tener un funeral, el mío está bajo alguna pradera de Limerick«, le llega a gritar en un momento de resentimiento) McClintock tiene órdenes precisas de sabotear el trabajo de Peterson, pero: ¿Hasta qué punto?
La última secuencia es reveladora. Peterson, llega a su casa derrengado, magullado y con la camisa raída. Su mujer (Jocelyn Brando) lo recibe entre preocupada y hastiada: «¿Hasta cuando, Johnny? ¿Hasta cuando todo este vagar por la cuerda floja? ¿Acaso pretendes demostrar algo?». Johnny saca un fajo de billetes, la paga por un trabajo bien hecho:
– Podemos irnos dónde queramos, lejos… Lejos de la ciudad, de los puentes y…
– Pero ¿Dónde?
– (Y aquí Lancaster despliega su mítica sonrisa) The further, the better.
¡Infravaloradísimo clásico!
Todo el mundo recuerda de Brooks Lord Jim, que es del mismo año, pero esta tiene un algo mas humano, más vivo.
Como unico pero, siempre me chirrió un poco que Malden fuese alguien como mucho mas mayor que Lancaster, si serian de la misma edad! jajaja