– You Warriors are good. Real good.

– The best.

Rodada con un escuálido presupuesto de 4 millones de dólares, The Warriors puede ser la película B más efectiva jamás rodada: Una puesta al día de la Odisea en clave pandillera donde Ítaca pasa a ser Coney Island. Una fábula épica jalonada de cadenas, bates de baseball y paradas de metro en un Nueva York terrorífico y nocturno.

No sé que clima se respiraba en las grandes urbes yankees de los años 70, pero el cine de la época pintaba un retrato de desolación rayano en lo distópico: El San Francisco sórdido y descontrolado repleto de asesinos en serie, pimps, y suicidas que mostraba Don Siegel en Dirty Harry fue un primer eslabón. La saga Death Wish iba un paso más allá: Nueva York era una jungla urbana tomada por pandilleros drogados, capaces de violar y asesinar a plena luz del día y que llevaban al respetable Dr. Kersey (Charles Bronson) a convertirse en un infatigable justiciero urbano hasta bien pasada la edad de jubilación en entregas cada vez más psicotrónicas (la última de…¡1994!)

Pero si hay que detenerse en una cinta que llevaba esos elementos al paroxismo esa es Assault On Precinct 13 de John Carpenter. Rodada unos años antes con un presupuesto ajustadísimo, Assault… transcurre en un mundo donde cientos de pandilleros pueden sitiar -Y asaltar, claro- una comisaría como si fuesen los indios en Fort Apache. Pero lo más llamativo no era lo que hacían, sino lo que no hacían: Los malos de la película no hablaban ni una sola vez. No parecían tener objetivos ni motivaciones concretas, más allá de satisfacer un ansia de destrucción completamente nihilista.

En un contexto semejante, la premisa de The Warriors no resultaba en absoluto descabellada: Los barrios de la ciudad de Nueva York son poco menos que reinos de taifas dominados por bandas que campan por sus respetos. Cyrus, un fulano con ínfulas mesiánicas, ha sacado la calculadora y los números no pueden ser más alentadores: La suma de esa legión de pandilleros superaría a los efectivos de la policía (¡Y de la mafia!) Cegado por visiones de grandeza, el tipo ha convocado a todas las gangs de la ciudad en el Bronx, dando así arranque a los acontecimientos de la película.

Los planos iniciales, intercalando la llegada de gangs de todo pelaje con la preparación casi ritual de los Warriors, es un comienzo inmejorable. No sé si en el Nueva York real llegó a haber semejante variedad en la fauna pandillera: Greasers, latinos, mimos, skinheads, bateadores y tipos en patines acuden en tropel a la letanía de Cyrus.

Por expresarlo de la manera más aséptica posible y sin entrar en muchos spoilers: Alguien dispara, alguien cae y todos creen que la culpa es de los Warriors. Comienza así una odisea frenética para volver a Coney Island. Lo harán tal y como han venido: En metro. A alguien como yo, que se hace serios líos en el metro medio de cualquier ciudad española, nunca deja de fascinarle esa dimensión de la película: Con la soltura que van haciendo transbordos mientras hordas de pandillas sedientas de sangre les pisan los talones.

Como toda película con un elevado índice de revisitabilidad, The Warriors funciona como una sucesión de escenas icónicas. No hay tiempos muertos. Es esa clase de película que, si la ves en compañía de alguien que también la ha visto antes, va a haber una sucesión de «Ahora viene la parte en que…», «Veras tú ahora» y en ese plan. Todo rezuma carisma e iconicidad, empezando por los propios Warriors: Una pandilla interracial con fulanos que se hacen llamar Swan, Ajax o Cowboy envueltos en chalequillos de cuero rojo con sus colores a la espalda, a lo biker. Pero también se graba en la memoria esa DJ, de la que solo vemos su boca y que va glosando las distintas etapas de los sufridos protagonistas por el subsuelo de Nueva York mientras pone el Nowhere To Run de Martha Reeves and the Vandellas Y, cómo no, todos nos quedamos con los Baseball Furies, los bateadores nocturnos psicópatas con sede en Central Park.

The Warriors apuntaló la carrera de Walter Hill y su condición de autor fiable con sabor a clásico, pulso para la acción, ojo para los personajes carismáticos y gusto por las historias de camaradería/rivalidad viril a lo Sam Peckimpah. Algunos años después entregaría otra cult movie con unos mimbres similares a los de esta, con delincuentes juveniles y huidas urbanas, pero aliñándolo de estética fifties y BSO rockandrollera. Streets of Fire se llamó el invento, pero ni esta ni ninguna otra se acercan al grado de frescura y encanto desplegado por los guerreros de Coney Island.

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