– What’s your name?

– Fuck you! That’s my name. You know why, mister? You drove a Hyundai to get here. I drove an eighty-thousand dollar BMW. THAT’S-MY-NAME.

«Una película del 92 en la que unos hombres trajeados de negro hablan y hablan en unos pocos escenarios en secuencias prácticamente a tiempo real» Son pocos los que al leer una definición así no piensan automáticamente en «Reservoir Dogs», pero no, estamos ante una de las grandes tapadas del cine de los 90.

Glengarry Glen Ross (que aquí se tradujo con un título definitivamente más prosaico y descriptivo: Éxito a cualquier precio) era un animal extraño. Una adaptación de la premiada obra de David Mamet que sobre el papel puede parecer un fresco dramático sobre el capitalismo depredador, la precariedad laboral y la competitividad insana. Sin embargo, el texto de Mamet la convierte en algo más. A falta de una mejor definición, diría que es una comedia retorcida sobre la comunicación, un teatro del absurdo protagonizado por gente sin ninguna guía moral.

La trama es terriblemente simple. Un grupo de vendedores de bienes raíces inmersos en una muy mala racha recibe un mensaje demoledor: Están todos despedidos, salvo que se pongan a vender en serio en el curso de la siguiente semana. El ganador, además, obtendrá un Cadillac (El segundo… un juego de cuchillos) Es la secuencia de este ultimátum el momento más recordado de la película: Alec Baldwin/Blake roba el show totalmente con su monólogo entre agresivo y sardónico y eso es mucho decir, ya que estamos ante uno de los mejores repartos de la década: Jack Lemmon, Kevin Spacey, Ed Harris, Alan Arkin y… Al Pacino.

Pacino es Ricky Roma, el triunfador de esa carrera de ratas. El único empleado que no ha tenido que soportar las arengas amenazantes de Blake. Un vendedor estrella sin escrúpulos que endosa parcelas empleando tácticas de manipulación entre lo abstracto y lo surrealista, un tipo capaz de acorralar a un potencial comprador y trabajárselo con intercambios como los que siguen:

– ¿Qué recuerdas de los grandes
polvos que has echado?

– ¿Qué recuerdo?

– Sí. No sé. Para mí, Probablemente no sean
los orgasmos… El brazo de la chica
en tu cuello, o algo que hizo con sus ojos. O un sonido que hizo. O quizás sea yo…te lo digo… estar en la cama al día siguiente, ella me trae un café olé, me da un cigarrillo, eso es lo que recuerdo.

Hay un factor que eleva el índice de revisitabilidad de Glengarry al cubo: Las interacciones entre los personajes, llenas de matices, siempre descubren algo nuevo. Siempre hay una risa esquinada, una mirada, un detalle que nos aporta algo que se nos había pasado la última vez que la vimos. Como sucede con otras obras de Mamet (American Buffalo, por ejemplo) la acción está en el lenguaje, en las palabras, en la comunicación con ese texto que fluye con apariencia de improvisado pero que, como es costumbre en el neoyorquino, está milimétricamente medido hasta en sus silencios.

El público no pareció volverse loco por esta rara avis, una inclasificable comedia oscura de inspiración teatral que lo tuvo difícil para destacar en el panorama fílmico del 92, donde coincidieron taquillazos («The Bodyguard»), clásicos modernos («Unforgiven»), debuts destinados a convertirse en cintas de culto (la mencionada «Reservoir Dogs») o la película que le valió el Oscar a Pacino («Scent of a Woman») En consecuencia, Glengarry Glen Ross se hundió en taquilla, hasta el punto de no poder amortizar ni su presupuesto. Pero hey, nosotros no somos como Blake: No vamos a juzgarla por cuánto -no- vendió, todo lo contrario, toca vindicarla como una de las cintas más especiales e idiosincraticas de los locos noventa.

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