Lo conocí una tarde en Malasaña, en uno de esos garitos a sólo unos pasos de donde Daoíz y Velarde resistieron contra El Francés, en el mismo Madrid en que Goya dibujaba a reyes, demonios y bestias. Retratos de Little Richard en las paredes, Camarón a todo trapo por los altavoces. Él estaba al fondo de la barra, con un grupo ruidoso de rockers, gitanos y bikers, fundiéndose las -pocas- perras que habían ganado esa mañana en El Rastro.
Pañuelo oscuro al cuello, chupa de cuero, botines de chulo inglés y ese aire liviano, como de paso, que tuvo hasta el último de sus días.

– «Otra ronda para estos señores. Y a aquel muchacho le llenas también. Que aquí no farte ni gloria…»

Agradecí el gesto alzando mi vaso y él me convidó, con un ademán, a unirme al grupo. El candor, la personalidad y la gracia que nos regaló aquella tarde es uno de los tesoros que llevaré siempre conmigo. Así era Frasquito: Generoso hasta el exceso. Metiéndole fuego a la vida en la barra de todos los bares que se le cruzaban por el camino. Del Balmoral madrileño a El Garlochí sevillano. Del Bar Leo en plena Barceloneta a la Taberna Los Gatos, donde apoyado en la puerta, copa de jerez en mano, veía a los fieles del Cristo de Medinaceli entrar a su iglesia para hacerle ruegos, ponerle velas, asirle del manto, por muy alto que estuviese el greñuo.

Era sevillano, del barrio de El Arenal. Le gustaban los toros (a los que siempre acudía sin gastar un duro), el boxeo y las mujeres. No necesariamente en ese orden. También se dejaba querer por el flamenco y “todo aquello que doliese, para acordarse que está uno vivo”, como tantas veces solía recordarnos. La suya era una alegría ancha, sin filtro, en la que al final siempre asomaba el colmillo ensangrentado de una tristeza incurable. Le vi muchas veces reírse hasta rajarse el pecho y otras tantas llorando en silencio, con las lágrimas cayendo bajo las ray-ban, mientras los vasos se vaciaban despacio. Siempre me recordaba a ese verso de Pepe Hierro: “Llegué por el dolor a la alegría…” y cuando se lo decía sonreía cansado, como un príncipe que recuerda la tierra de la que un día partió para el destierro dejando amores, madre, hermanos.

La idea me la dio una madrugada, deambulando por Ramblas, entre chulos, putas y floristas. Habíamos perdido el avión con destino a Veracruz, donde pretendíamos peregrinar a la casa de la legendaria Toña La Negra, y estar una semana embriagados de boleros, mezcal, rancheras y huesitos de santos. No pudo ser. Cogido de mi brazo, de vuelta por esa Barcelona nocturna que parecía sacada de una viñeta de Pons, me habló de su intención de sacar una revista. Algo distinto, decía, donde se hablase por igual del valor, tanto en un ruedo como en un ring; de la música que te desgarra el alma de pena o alegría; de Corto Maltés, de Humphrey Bogart, de tacones de mujer altísimos, calaveras, astrolabios… y, en definitiva, de todo aquello que hace que la vida valga la pena. Esa noche, rumbo al barrio de Gracia y con ganas de matar el deseo de boleros con rumbas, imaginamos la publicación desde la mancheta hasta la contraportada. Veíamos los titulares en tipografías enormes y elegantes, las fotografías tiradas por García Álix, los reportajes firmados por las plumas más excelsas del momento. Hasta el nombre de tan insigne cabecera fue parido durante esa madrugada, ya con el alba lamiendo las aceras y guitarras rabiosas acelerándonos el pulso: Samarkanda. Siempre a medio camino entre sueño y realidad. Encrucijada de viajeros, glosada en cronicones y adornada con las mentiras de todo al que, como Marco Polo, la vida se le quedaba pequeña. Allí nos exiliaríamos, lejos de todo y de todos, en un tiempo que ya entonces amenazaba con la tormenta del mortal aburrimiento y la corrección política.

Después de aquello nos perdimos un poco de vista. Yo salí de España, él siguió dando saltos de Sevilla a Madrid, De Barcelona a El Puerto, dejando tras de sí un rastro de humo, broncas y amoríos. Me envió una carta que aún conservo, contándome que por fin había cumplido su sueño de ver un combate de boxeo en Nueva York. Una pelea no muy lucida, al parecer, pero que Frasquito narraba con el hechizo aún palpitante de quién ha presenciado el Combate Del Siglo y ha vivido para relatarlo. Lo más divertido estaba al final de su nota, donde escribía que había coincidido en un local de la ciudad con el mismísimo Lou Reed, por quien sabía que yo siento auténtica devoción. “Acabamos en faena, cantándole Sweet Jane por Bulerías al Seco”, copio textualmente. Como antídoto a mi incredulidad adjuntaba una fotografía, muy oscura, donde se adivinada a un tipo que bien podría ser el fundador de la Velvet y Frasquito en plena juerga, ajenos al objetivo que inmortalizaba la escena.

La última vez que lo vi ya estaba muy enfermo. Cuando me avisaron de su estado, me las apañé para escaparme a Sevilla en una visita relámpago de la que, sin embargo, no consentía privarme. Por la amistad que nos unió y el respeto que aún le tengo no diré nada de lo que vivimos en sus últimos días. Sólo apuntar que por aquel piso cercano al Arco del Postigo – donde Sevilla ya busca el río -, desfilaron putas, duquesas, toreros, rockers, poetas y mendigos. Todos amigos, a su manera, que no quisieron deberle -deberse- un adiós a Frasquito.
Me cuentan que la mañana de su muerte sus últimas palabras fueron: “Que al otro lao haya toros y cante y mujeres… pero que haya ganas. Que yo ahora tengo muy poquitas”.

A su memoria luminosa está dedicada Samarkanda. Las ganas las ponemos nosotros, Frasquito. Tú pusiste el resto.

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