Con más de 20.000 piezas publicadas y pasada la barrera de los 90, se ha ganado a pulso el título de decano del articulismo en España. Superviviente del legendario Madrid de los cafés y tertulias literarias; laureado poeta etílico y cronista de boxeo, en los años dorados del «dulce arte del aporreo». Atesora los premios más importantes del periodismo en nuestro país (Mariano de Cavia, González Ruano, Luca de Tena…) y sigue conservando viejos vicios: El Dry Martini y la lectura de cinco periódicos diarios. Entre sus aficiones, no se cuenta la pedantería y se pone en guardia cuando le llamas de usted.
La revista Ahora le nombró el ‘Penúltimo Bohemio del Madrid Castizo’. Me parece un título precioso.
Eso era cuando tendría dieciocho o veinte años. Me pasaba las noches en las tabernas recitando versos subido a una tarima y con un público como en el Oeste: Si nos les gustabas te gritaban: «¡Fuera!»… me gustaba llegar tarde. Era la época de los versos en los cafés. Una época de una discreta bohemia. Lo que no hay que confundir con pasar hambre. Se confunde muchas veces, pensando que la bohemia de aquel tiempo estaba hecha por desarrapados. Pero en aquel tiempo yo era aún soltero y vivía en casa de mis padres, que eran muy tolerantes y me dejaban que llegase tarde. Era muy amigo de Manolo el Pollero, uno de los seres con más gracia que he conocido en el mundo… ¿En qué año sería eso?
Años 50 en Madrid.
Ahora me estremece cuando leo algún diccionario de literatura con mi nombre y pone «poeta y periodista nacido en el primer tercio del siglo pasado». Eso te pone los pelos de punta (risa cansada).
Efectivamente, usted debutó en la poesía en un Madrid de tertulias literarias y cafés, recitando bajo un cartel de Mingote.
Debió suponer un buen augurio. Mi casa está llena de dibujos de Mingote. Los hacía en la sobremesa, mojando un papelito en café con leche. Lo conocí vestido de capitán del ejército. Llegó a entrar en Barcelona… pero era muy liberal, nada fanático. Empezó a labrarse una carrera como poeta con otros nombres hoy consagrados como Pepe Hierro o Caballero Bonald. A Pepe Caballero Bonald lo veo todavía, cuando voy por Cádiz. Muy inteligente y buen prosista, además de poeta. Pepe Hierro era el más comunicativo. Tuvo una infancia terrible, estando con dieciocho años en la cárcel. Y el primer libro que publica lo titula Alegría. Pepe se apuntaba a vivir. Fue una generación destrozada. Yo me he quejado muchas veces de la España triste, de los años de plomo y del luto… ¡Cuidado! Porque los que lo pasaron peor fue la generación anterior. Ojalá no vuelva… La mayor desgracia que le puede suceder a un pueblo es una guerra civil. Eso de pelearse unos con otros durante tantos años. Es verdaderamente patético. Don Gregorio Marañón decía que las guerras civiles duran un siglo. Hasta el 2036 seguirán hablando en una sobremesa sobre la Guerra Civil. Uno por su abuelito, otro por su padre… Usted la vivió siendo un niño en Málaga. Uno de los sitios donde más se recrudeció el conflicto. En Málaga fue muy dura. Para mí era un tiempo de pura inconsciencia. Pero toda mi infancia fue ponerme en las colas, donde te cortaban un cupón y te daban un puñadito de azúcar en un papel de estraza. Un tiempo realmente difícil. No había comida para nadie. Desde entonces no he vuelto a probar las batatas ni los boniatos. El único pan que había era uno de maíz que te dejaba llagas en la lengua y si se te caía en un pie… unos bollitos inolvidables que yo trato de olvidar (risa amarga). Cada vez hay menos testigos de eso.
Compartió mesa con Neruda.
Era muy cordial e inteligente. Tenía la capacidad de transformar las cosas con las palabras. Hablamos mucho: Él me invitó a su casa. Cuando comimos juntos -con un poeta brasileño muy bueno llamado Thiago de Melo y un tipo muy comunista que había por allí-, Neruda me hizo la pregunta más difícil de contestar. Antes, se había informado de qué edad tenía yo cuando la guerra -ocho años…una edad a la que se es inocente-. Me dijo: «¿Qué se puede pensar de un país que mata a sus poetas?». Me había hablado de Federico García Lorca -suspirando, como hablan los chilenos-, al que definió como su hermano; y a Miguel Hernández, como su hijo. «Me los mataron», decía.
Estoy convencido que no murió de muerte natural. Lo asesinaron. Tenía diagnosticado un cáncer de próstata, pero eso no es fulminante. Ya tenía sacado el billete para irse a México. Entonces llegó un misterioso enfermero que le puso una inyección y cascó. Era muy peligroso que Pablo Neruda hubiese hablado de Pinochet en México, siendo un premio Nobel. No hay pruebas, pero murió dos días después de tener proyectado el viaje.
También conoció a Borges.
Con él tengo una foto mano a mano. Con su garrota, ya no veía nada. A mí me dijo: «De todos los colores, el amarillo aún no me ha sido infiel». Al parecer es el que más perciben las personas que pierden la vista. Él sabía que era un fenómeno. Y además, era muy irónico. Me decía: «Alcántara…lindo apellido. Creo que significa el puente». Me hizo gracia que, siendo un gran etimologista, usase el ‘creo’. Supongo que fue para probar si yo era definitivamente tonto o no (risas). Era un fenómeno de lucidez.
¿Cree que pecaba de snobismo?
Le gustaba meter la pata; bien para epatar, para divertir… fue el único que dijo que El Quijote estaba mal titulado.
Y que la primera vez que lo leyó le pareció una mala traducción del inglés.
También decía que recordaba El Quijote como un libro que había en su casa encuadernado en rojo. ¡Pero hombre! Hay que recordarlo por otras cosas (risas).
¿Sabes que es lo más triste de eso que llaman envejecer? Que han muerto casi todos a los que tú querías.
Alcántara hace una pausa. La mirada fija en un punto más allá de las mesas, más allá de todo.
¿Y cómo lo lleva?
Me apoyo mucho en los amigos. Siempre he tenido el privilegio de tenerlos. Esa es la última vanidad de la que no he podido librarme: Creer que me merezco a los amigos que tengo. Ya no queda ninguno de mi edad o muy pocos. Esa sensación… de ser el último de la lista.
«es la última vanidad de la que no he podido librarme: Creer que me merezco a los amigos que tengo».
Un superviviente.
Bueno, sí. Pero no le tengo temor a la muerte. Creo que es un largo silencio, como el que nos precedió antes de nacer. No me cabe en la cabeza un Hacedor Supremo que esté dispuesto a juzgar a todas y cada una de sus insignificantes criaturas. ¿Qué va a decir? «Usted le tocó el culo a aquella señora» (risas). Quedan muchos problemas por resolver; el principal es el de la injusticia.
Y si algún día se encontrase con ese Supremo Hacedor y le pide cuentas. ¿Cómo se lo tomaría?
Supongo que estaría aterrado. Para mí es una abstracción y en algún poema aludo a eso. Yo he intentado hacer metafísica por Soleares con tres versos octosílabos:
Si otros no buscan a Dios
Yo no tengo más remedio,
Me debe una explicación.
Tampoco es pedirle cuentas, pero la vida es una broma larga con momentos esplendorosos. Y sobre todo, es lo único que tenemos: La vida.
Le muestro el libro La Edad de Oro del Boxeo (Libros del K.O., 2014), donde se recopilan sus crónicas pugilísticas para el diario Marca, entre 1967 y 1978.
Es un libro muy hermoso.
Es un libro simpático. Ten en cuenta que –salvo en Oceanía- he visto boxeo en todos los continentes. Yo cogí la época gloriosa: Pedrito Carrasco, magnífico y muy valiente, al que cubrí en aquellos tres combates legendarios contra Mando Ramos; Legrá; Pepe Durán, al que vi en Tokio cuando vence a Wajima. Sólo habíamos cuatro españoles, contando al propio boxeador. De eso sé mucho…Pero es compatible con un cierto reproche moral. A mí cuando me preguntan cómo puede divertirme ver a dos hombres pegándose siempre contesto lo mismo: Nunca me ha divertido el boxeo. Me ha apasionado, que es otra cosa. Además, cuando lo ves por dentro…
«cuando me preguntan cómo puede divertirme ver a dos hombres pegándose siempre contesto lo mismo: Nunca me ha divertido el boxeo. Me ha apasionado, que es otra cosa».
¿Qué es lo más triste del boxeo?
Lo más triste es cuando aprovechan a quien ha sido un gran boxeador para potenciar a otro más joven, que está creciendo. Entonces buscan a alguien que tenga nombre, para agrandar la historia del que saben que va a ser bueno. Los combates desiguales son terribles. Y los iguales, también lo son.
Mi afición viene de la niñez. Cuando era un niño y daba la lata en casa siempre me decían: «Vete con los boxeadores». Porque frente a mi casa había un solar donde daban boxeo los sábados. Todos los niños venían a mi casa –que era muy grande y alegre, en el barrio de La Victoria de Málaga- y desde el balcón, con pantalones cortos, veíamos boxeo. Desde entonces se me ha quedado esa barbaridad.
Tengo una anécdota que he repetido alguna vez, pero que no es corriente: Pasados los años, un compañero de la entonces milicia universitaria, aficionado a la Poesía, me escribe desde Canarias, diciéndome: «…Por cierto, hay un tío que se llama igual que tú y escribe de esa barbaridad que es el boxeo». Le contesté aclarándole que el de la barbaridad y el de los versos somos la misma persona (risas). No es vanidad, pero creo que he sido un buen cronista de boxeo.
Creo que ha sido el mejor cronista de boxeo de este país.
No (alargando la sílaba). Eso es mucho decir. Pero sí era el único que relatando un combate de boxeo citaba a Quevedo. Le echaba un punto de cuidado por las palabras.
Creo que parte de la magia está en los detalles. En la crónica del segundo combate de Pedro Carrasco Vs. Mando Ramos, en los Ángeles, usted arranca diciendo que tiene a su lado a «una mujer negra impresionante, con un vestido de cuero que la ciñe como un guante». Cuando leemos eso, estamos junto a usted en el Sport Arena y podemos verla.
He intentado echarle literatura; entendiendo literatura como vida.
Eso dice José Luis Garci en el epílogo de este libro: Que usted es como Balzac, porque al leerle podemos ver todo lo que rodea a ese instante que está describiendo.
Garci exagera siempre porque es muy amigo. Y los amigos están hechos para exagerar: Te creen mejor de lo que eres. Por eso son amigos. Lo que es cierto es que todo el dramatismo del boxeo y toda la piedad de la que soy capaz están en algunas de esas crónicas. Me he seguido viendo con boxeadores retirados y muchas veces es patético.
«Lo que es cierto es que todo el dramatismo del boxeo y toda la piedad de la que soy capaz están en algunas de esas crónicas».
¿Por estar sonados?
Claro. Hice un estudio sobre boxeadores sonados y había uno –al que no hay porqué citar- que estando comiendo en Vallecas, ya con sesenta años, escuchó una ambulancia y se puso en guardia automáticamente. Fíjate cómo funcionaba aquel cerebro. Lo he repetido mucho: Es el único deporte al que nadie juega. Es demasiado dramático para eso. En todos los deportes se aprende, pero en boxeo ese aprendizaje es a costa de un deterioro físico.
Da un sorbo a su Dry Martini -servido de forma impecable en una copa lounge- y saca un cigarro del paquete que lleva consigo. «Es otra insensatez –comenta-. Quiero seguir haciendo las mismas cosas que hacía antes».
Entre su nómina de amigos estaba Fernando Vadillo, mítico cronista de boxeo.
Éramos íntimos. Cuando yo aún no escribía de boxeo, íbamos juntos a ver los combates. Cuando pasó de Marca a As, Antonio Valencia, crítico literario y un hombre estupendo, tuvo la idea de que yo sustituyera a Fernando en el diario. Juntos hemos pasado noches enteras en la Glorieta de Bilbao, cuando coincidíamos en nuestras aficiones etílicas.
¿Le influenció su estilo como cronista?
Bueno, Fernando era muy exaltado. Yo he sido más sereno. Ten en cuenta que Fernando tiene una biografía juvenilmente alterada: Con dieciocho años se va a la División Azul. También fui amigo de (César-Augusto) Palomino, el primer cronista de boxeo español. Me contó que había visto a Jack Johnson pelear en Barcelona y que no había nada que se le pareciese.
¿A quién admiraba como boxeador en España?
Si tienes cariño por un boxeador parece que los golpes te los dan también a ti. Mi máxima admiración en el boxeo español ha sido Ignacio Ara, el llamado Catedrático de las Doce Cuerdas. Muy técnico y con mucho valor. Creo que ha sido el mejor boxeador que yo haya visto. Luego fui muy amigo de Paulino Uzcudun.
Que peleó contra Joe Louis en el Madison Square Garden de Nueva York.
La única vez que lo tiran. Pero cuidado: Llevaba como ocho meses sin subirse a un ring. Estaba ya en su decadencia contra un Joe Louis en pleno apogeo.
También pelea contra Primo Carnera en Roma, con Mussolini entre el público.
Intentaron sobornarlo para que cayera antes del límite y él no accedió. Perdió por puntos contra Primo Carnera, quien no era tan mal boxeador como luego se ha dicho. Estaba protegido por una altura de más de dos metros y sólo con la izquierda ya los mantenía a raya. Era un hombre muy fuerte, reclutado para el boxeo cuando vieron su alarde de fortaleza física en un circo. Pero –como tantos- tuvo un final muy triste, dedicado a la lucha libre. Le gustaban mucho las señoras y se dejó mucho dinero indemnizando a presuntas novias. En general, la historia de los boxeadores no es muy alegre. El final no es bueno para nadie, pero para un boxeador… fíjate en lo de Urtain.
A Paulino no le gustaba mucho Urtain.
A Paulino no le gustaba nadie. El único que le gustó fue Ignacio Ara. Pero a todos los de aquel tiempo les regateaba méritos: Quería ser el único. Lo cierto es que Paulino tuvo mucho mérito. A mí me contó el legendario combate contra Max Baer, que ganó por puntos en la distancia ya prohibida de veinte asaltos, en Reno, con un calor enorme. Perdería diez kilos en esa pelea. Cuando me lo contaba decía: «¡Cómo trabajó aquel día Paulino!», en tercera persona, como si fuese otro (risas).
La leyenda cuenta que, ya retirado, se cayó de una mula con la que iba por su finca de Torrelaguna. La mula se partió una pata y él se fracturó la cadera. Poco después, apareció por casa, después de arrastrar por todo el camino a su mula porque, según dijo, le tenía cariño. Siempre que nos veíamos temía darle la mano. Y si no, él me daba con el bastón. No controlaba su fuerza. Ha sido legendario: Se enfrenta con seis campeones del mundo. Luego lo engañaron en los negocios. Con un socio, puso una fábrica de gaseosa. ¡Lo qué sabría Paulino de eso! No por casualidad acaban mal los boxeadores. La lona está sembrada de neuronas irrepetibles… y esas no vuelven, al parecer. Conviene conservarlas en la medida de lo posible.
Usted vivió el apogeo de Urtain como fenómeno social.
La palabra tongo está mal empleada en boxeo. El auténtico tongo sólo lo sabe el que va a caer, pues su función es hacer crecer al vencedor y darle moral. En el arranque de su carrera, Urtain era absolutamente inocente. Luego, demostró que tenía valor y pegaba unos puñetazos enormes.
Pero desconocía los rudimentos más básicos del boxeo.
Claro. Además, no se entrenaba y le fallaba la respiración. En el semipesado, Urtain hubiera sido hoy día un campeón de Europa.
Pero le fallaba el fondo. En su crónica del combate contra Weiland, usted es quizás el primero en intuir que el ídolo tenía los pies de barro, al notar que le faltaba aire poco después de empezar la pelea.
Sí, al tercer asalto ya abría la boca. Lo que tenía es valor y capacidad de sufrimiento. En su faceta de levantador de piedras –la halterofilia de Cromagnon- también tenía un cómplice. La gente apuesta y él simulaba que ya no podía más, mientras su contrincante le sacaba ventaja. Entonces, mediante un código de pañuelos con su socio, esperaba el momento justo para dar el sprint… era un hombre muy fuerte. No estuvo nunca sonado, curiosamente.
En cambio, tuvo mal final.
Eso es otro tema patético. Él bebía el whisky ese que se puso tan de moda… J&B. No hay que beber solo; hay que hacerlo siempre con un amigo. Bebió mucho, subió a su casa –un décimo piso- y al dar la luz descubrió que estaba cortada por falta de pago. Y dijo: «Esto se ha acabado». Tomó carrerilla y se tiró. Fíjate cómo puede cambiar una determinación tan última como es el suicidio: Si sube con un amigo, si se enciende la luz, si no se toma la botella de J&B él solo en un rincón del bar…
Es el epítome de boxeador trágico. Hay una obra de teatro de la compañía Animalario sobre su figura. En una de las escenas, un actor interpreta a Manuel Alcántara. ¿La ha visto?
Eso he oído, pero no la he visto. ¿Me hace justicia? Porque yo nunca creí en Urtain; esa es la verdad.
Lo muestra dudoso ante el fenómeno. Aunque nunca creyó en Urtain, usted afirma en su crónica contra Weiland que, si algún día aprende a boxear, tendremos al próximo Rocky Marciano. ¿De verdad lo pensaba?
Sí, pero con muchas condiciones. En la categoría de semipesados, habiendo empezado no tan tarde… Si hubiera empezado cinco años antes y se cuida hubiese sido un monstruo. Sabía pegar tortas y guantazos. Con Weiland lo pasó mal, pero tenía corazón de boxeador.
Pero era un Weiland ya en decadencia y, al parecer, estuvo de farra la noche anterior.
No era el de sus buenos tiempos y tampoco había sido nunca un fenómeno. Era común que a los boxeadores –antes de una pelea- les salieran admiradores que les invitaban a todo el whisky del mundo y que, además, los promotores le facilitasen a alguna señorita. Ya se hizo a favor de Sanchillis contra Al Brown, la Araña Negra.
Se habló mucho en la época de la posibilidad de un combate Alí Vs. Urtain. Hubiese sido terrible, ¿no cree?
El Cassius Clay que se enfrenta con Cleveland Williams o con Ernie Terrel era imbatible. Antes de Vietnam y de todo. Yo hice la crónica del combate contra Evagenlista y eso era… metro noventa y dos, cintura…y ya estaba en plena decadencia. Se movía como un pluma, golpeaba con la izquierda y no sólo para mantener distancia sino con una precisión enorme. Era un exhibicionista, además; un rey de la esquiva.
¿Disfrutó viendo a Alí en acción?
Si el combate hubiese sido totalmente limpio, Cassius Clay hubiese acabado con Evangelista en tres asaltos. Pero estaban todas las apuestas vendidas hasta el octavo asalto, todas las cámaras del mundo… le hicieron prometer a Clay que le daría coba durante ocho rounds. Salió a entretenerse y darle cuerda. Le daba, se reía… y cuando llegó el momento pactado, los Musulmanes Negros -que estaban a mi lado; unos tipos muy serios, todos vestidos de luto- le dieron permiso. Pero Evangelista, joven y fuerte se tapó. Clay miraba a los suyos y les hacía un gesto como diciendo: «No puedo».
Yo he visto a los mejores oradores: Pemán, Eugenio Montes… pero el mejor de todos es Cassius Clay. Empezaba hablando muy bajito y luego pegaba una voz (Manuel Alcántara engola la suya): «Han menospreciado a mi adversario pero ustedes son testigos que he tenido que luchar para defender mi vida». En oratoria no importa lo que digas, sino la forma en que lo dices y cómo conectas con el público.
En esos tres combates que cubre de Pedro Carrasco Vs. Mando Ramos emociona su honestidad al declarar que le han robado el combate al norteamericano.
Perdió por tres decisiones inventadas. Yo era muy amigo de Roberto Duque. En el reglamento pone que cuando un boxeador tira al otro se tiene que retirar a su rincón neutral y no tener más punto de apoyo que sus dos pies. Mando Ramos se retrepó y el árbitro le echa una bronca para darle tiempo a que Pedrito se reponga. No fue así el combate de revancha… Como dicen los teólogos, el resultado fue opinable.
Pepe Legrá le regaló su batín de boxeador.
Sí, un batín azul con el cuello blanco. Me lo regala cuando se retira. La mejor anécdota del mundo que tengo con Legrá fue antes del combate contra Winstone, El Orgullo de Gales. Tenía confianza con él y sabía que variaba mucho dependiendo de si estaba entrenado o no. Además, le gustaban todas las mujeres. En el País de Gales le pregunté: «¿Estás preparado de verdad, Pepe?». A lo que contestó: «Como nunca. Hace meses que no veo a una mujer, he ido todas las tardes al gimnasio…». Y dándole un beso a un crucifijo que llevaba en el bolsillo, soltó: «Si Dios me da suerte, ¡lo mato!» (risas). Y estuvo a punto de darle suerte, porque el árbitro paró el combate. Era muy buen chaval, generoso y con mucho corazón. Le he visto darle dinero a todo el mundo. Así acabó. Le avisé que ese dinero no iba a durar eternamente. «Si Dios me lo ha dado y Él me lo quita… «, decía. ¡Coño! No es que te lo quite. ¡Es que lo estás tirando!
¿Era consciente del final de esa edad dorada del boxeo en España?
Al boxeo, como siempre, se lo cargaron las organizaciones. En el país hubo un precepto de no dar noticias del boxeo, salvo tratarse de situaciones trágicas. Yo estoy acostumbrado a todo, pero… competir está en la naturaleza humana: los niños juegan para ver quién mea más lejos. A un gran escalador le preguntaron: «¿Por qué escala usted las montañas?». A lo que él contestó: «Porque están ahí». Esa es la razón… mi afición durará tanto como yo.
Usted ha visto combates en todo el mundo. ¿Cuál es el público más entregado?
El del Campo del Gas, que iban todos los del barrio (risas).
Hay una bonita crónica en Italia, donde usted dice sentir miedo ante ese público. Que son pocos, pero haciendo ruido como si fuesen miles.
Eso fue una crónica que hice en Nápoles, donde peleaba el vasco Senín, que podía haber sido campeón del mundo de los gallos. Le pegaban con las banderitas en las piernas, estando en el rincón. Yo no he visto un agobio igual… mafiosos con patillas en la residencia, como los que salen en las películas. Hay un libro de Vadillo sobre el tema (El Boxeo y la Mafia, Ed. Taxcor, 1981).
¿Cree que ese fenómeno llegó aquí?
El boxeo lo enturbian las apuestas. Aquí eso no llegó, salvo en los combates privados.
¿La crónica que más le emocionó escribir es la de Durán Vs Wajima?
Sí, porque no lo esperaba. Durán era todo lo contrario a un pegador. Lo vi en el segundo asalto, alcanzar a Wajima y derribarlo. Me di cuenta de que el japonés estaba exprimido. Debí percatarme en el pesaje: Era la primera vez que yo estaba en Tokio y cuando me vio vino a darme un abrazo. Estaba sonado.
En esa crónica, usted promete que si Wajima muere -tras llevárselo una ambulancia después del combate-, dejaría de escribir sobre boxeo.
Ten en cuenta que yo dejé las crónicas de boxeo cuando muere Rubio Melero tras un combate.
¿Se siente uno culpable cuando presencia algo así?
Sí. Al fin y al cabo, es una forma de ganarse la vida cuando otros se la están dejando. La gente no sabe que los matan en los entrenamientos. Lo más triste que se puede ser en el boxeo es sparring. Rubio lo era de Evangelista. Lo vi caer, querer incorporarse e intentar agarrar las cuerdas sin verlas… recuerdo a su padre, de una familia modestísima… no sé cómo calificarlo… le dijo a Roberto Duque, mientras su hijo estaba en estado comatoso: «Ahora, ¿quién me paga a mí eso?». Es compatible -esa reserva moral- con que te guste ver un crochet bien aplicado o un natural. El propio Fernando Vadillo, de pronto, me decía: «Pobres muchachos, que les pagan por aporrearse la cabeza». Yo no soy ningún moralista. Pero, de alguna manera, siento esa reserva moral.
«Es compatible -esa reserva moral- con que te guste ver un crochet bien aplicado o un natural».
¿Pero qué piensa de toda la corrección política que ha surgido al respecto?
Estoy en contra de los que están en contra. Que nadie te explique los caminos buenos, por si te dan ganas de transitar los malos.
¿Nunca se ha sentido tentado de volver a escribir sobre boxeo en los noventa, con grandes pesos pesados en los rings?
Me afectó mucho la muerte de Rubio Melero. Me dije: «Aquí se acaba esta historia». Lo que es compatible con que la otra noche me tomase un café para aguantar toda la puñetera noche despierto y ver ‘El Combate del Siglo’.
Quizás uno de los últimos combates de boxeo que ha gozado de ese título fue el disputado entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao en 2015 ¿Le gustó el combate?
Me decepcionó. Un combate muy táctico. Debía haber sido antes. Ahora intentan repetirlo. El dinero lo enturbia todo. Ya no están para esos trotes. Antes, se consideraba veterano a cualquiera a partir de los treinta. Estos señores -que son magníficos- rondan ya los cuarenta. Ese combate -por el factor campo-, si se da en Filipinas lo declaran nulo. Es cierto que Pacquiao arrastraba una lesión de hombro.
¿Qué opina de Mayweather?
La mejor esquiva que he visto nunca. Los tapa con el hombro (Alcántara escenifica la defensa, poniéndose en guardia y moviendo la cabeza ante golpes imaginarios), establece la distancia, es rápido de brazos. No es un puncher. Hay un lema en boxeo que dicen todos los preparadores: «Huye de las cuerdas como si estuvieran electrificadas». Él se refugia en las cuerdas, porque esquiva y sale contragolpeando. Es muy inteligente: no cambia un golpe por otro, sino un golpe por ninguno.
¿Tiene más corazón Pacquiao?
Mucho más. El filipino es un monstruo de valor. Cuando no le dejaban boxear porque no daba el peso siendo un niño de catorce años, se metía piedras en los bolsillos. Su arranque es patético: quería mucho a un perro que tenían en casa, viviendo en la mayor miseria. Un día llega y se han comido al animal. Se va de casa y empieza a boxear. Ese hombre ha llegado a cobrar una de las bolsas más grandes de la historia del boxeo. Ahora es multimillonario y diputado en su país.
También canta.
¿También canta? (risas). Lo hace todo…
¿Cree que el boxeo está acabado?
No. En Las Vegas se llena el local y todo el que pinta algo quiere retratarse en el ring side. En España llegó a ser un deporte tan popular como el fútbol o el ciclismo.
¿Por qué cree que eso ha cambiado?
Eran otros tiempos. He visto la plaza de toros de Las Ventas llena a tope, para un campeonato de España (Fred Galiana Vs. Bobby Ross).
¿Cree que los medios le han cerrado la puerta al boxeo?
Especialmente algunos. También por ese reproche moral. Pero no soy partidario de prohibir. Ahora también quieren cargarse los toros. Y no les falta razón, ante el martirio del animal; sobre todo en un país como el nuestro, que no ha destacado nunca por creer que los animales son compañeros nuestros en la aventura de vivir. Aquí ha habido una crueldad especial con ellos. La barbaridad del Toro de Tordesillas, el Toro del Aguardiente… ¿Cómo va a ser eso igual que jugarse la femoral en pases naturales?
Pero también le han gustado los toros.
Hasta hace dos años era presidente del jurado (de los premios Capote de Paseo) de la Feria de Málaga. Pero mi afición ha decaído en los últimos años. Quizás por culpa de mi hija, que es antitaurina. El tótem ibérico lo pasa muy mal: Después de estar muy bien cuidado lo encierran en un cajón…
El de Joyce Carol Oates (Del Boxeo, Tusquets 1990), ¿sigue siendo uno de los mejores libros escritos sobre boxeo?
Un libro precioso. La llevaba su padre, cuando era niña, a los combates. De ahí he sacado yo algunas de mis citas favoritas sobre el boxeo. Como esa de Larry Holmes, que dice siendo campeón del mundo de los pesos pesados: «Yo también fui pobre… cuando era negro». Joyce Carol Oates sabe de verdad de boxeo.
En su etapa de cronista, ¿recibió alguna vez presiones por parte del mundo del boxeo?
No presiones. Sí insinuaciones. Por ejemplo, en el arranque de Urtain me decían eso de «no hay que maltratarlo; hay que cuidarlo». Había aumentado la venta en las taquillas y hasta la venta de periódicos. Me pedían que no fuese destructivo. Pero no tanto como presiones, porque yo iba por libre. He tenido muchos directores y jefes, pero todos han sido amigos.
¿Quién ha sido el mejor director?
El mejor director fue Emilio Romero (Pueblo). Sabía hacer un periódico. Él inventa los cuadernillos, porque estaba obligado a publicar los discursos de Solís -que eran una tabarra-. La gente los tiraba y se quedaban con lo que les importaba. Emilio apuró hasta el límite la posible y quimérica libertad. Hasta el máximo.
Raúl del Pozo lamentaba en una entrevista que fueran pocos al entierro de Emilio Romero.
Emilio Romero, como todo el mundo, tenía sus defectos. Sabía hacer un periódico; en la medida de lo posible, claro.
¡Qué bueno Raúl del Pozo! Es muy gracioso; muy descarado y chuleta. Es de Cuenca -una ciudad disparatada- y cuenta muy bien las cosas de allí. Dice: «Cuando yo era chico, me asomaba al balcón y meaba en el Júcar» (risas). Raúl le pide a Emilio Romero, en su época comunista, que quería ser corresponsal en Moscú. Y Emilio lo manda. A los tres meses, recibe una carta de Raúl diciendo: «Rescátame. Esto no hay Dios que lo aguante. Hace un frío horroroso y aquí hay una gentuza…». Emilio, además de hacerle caso, pone la carta de Raúl en el tablero para todo el mundo. Un ejemplo de los que creían en el paraíso soviético.
¿Cree que Emilio Romero, como otros muchos periodistas de esa generación, no ha sido indultado por la democracia?
Cuando ya no salía de su casa, la última comida que hace Emilio Romero es una a la que le invitamos Rafael de Penagos y yo. Ya estaba muy desilusionado. Emilio vendía 300.000 ejemplares en aquel tiempo… Ha habido interés en clausurar una época. Es inevitable. Forma parte de la mala conciencia de muchos españoles. Mejor el olvido.
Usted vivió una época legendaria del periodismo.
Somos la penúltima (poniendo énfasis) generación que escribimos en los papeles. En España hay montones de gente que no compran un periódico nunca.
Decía Umbral que “hoy día, alguien que lee periódicos es una persona culta”.
Umbral ha sido el mejor de todos nosotros. Del único que habló bien fue de mí. Lo conocí cuando todavía no era Umbral, en Valladolid, durante un recital de versos. Aún no se disfrazaba de Umbral. Recuerdo que estuvimos hablando toda la noche. Era un escritor extravagante, libre. Una biografía trágica. Yo era muy amigo de Josefina Aldecoa, la mujer de Ignacio Aldecoa, que éramos vecinos en mi primitiva casa de Madrid, cerca del Manzanares. Cuando Umbral tuvo a su hijo, hice lo posible para que entrase en el colegio Estilo, que era de Josefina Aldecoa y que tenía el espíritu del Instituto Libre de Enseñanza. Estaban ocupadas todas las plazas y tuve que dar la batalla hasta que entró. El pobre niño murió… tengo cartas de Umbral que -aunque son del destinatario-, nunca ofrecería a una revista.
Ha citado a Ignacio Aldecoa, que llegó a dedicarle obras como Young Sánchez o Neutral Corner. Usted lo llevaba a los combates y le inyectó el veneno del boxeo. Es, en parte, responsable de la existencia de esos relatos.
A Mario Camus, también lo llevaba. No tenía un duro -o se lo regateaban en su casa-. Ignacio era muy inteligente, con una vocación pura de escritor. Muere muy joven, teniendo proyectada una novela sobre toros para dejar a los toreros haciendo el paseíllo. Le gustaba el mundo taurino. Estaba comiendo y se sintió mal. Se tumbó, pensando que había sido sólo un aviso. Y después cayó fulminado.
¿Le gusta como escritor?
Mucho. Era un verdadero escritor. Quizás no era muy imaginativo para las novelas. Él estaba inmerso en lo que se llamó el realismo social. Era buen cuentista. Tenía una afición loca y hablaba todo el tiempo de literatura.
¿Cree que la era digital ha matado al periodismo?
El periodismo no puede morir. La radio permite todavía la inmediatez… Se dice que una noticia tarda un minuto en dar la vuelta al mundo. Si alguien está tan loco como para pegarle un tiro al Papa Francisco, nos estamos enterando 58 segundos más tarde aquí sentados. Eso es un fenómeno nuevo.
¿Ha matado el romanticismo de la profesión? Esas redacciones legendarias donde se jugaba al poker hasta las seis de la mañana…
Yo he sido más de copas que de cartas. La vida siempre me ha parecido un juego suficiente, como para intentar además el de las cartas (risas). Antes las redacciones eran un barullo tremendo: Teléfonos, uno jugando a los dados, otro escribiendo… cuando sonaba el teléfono, se decía siempre: «¡No lo cojas! Que puede ser una noticia». Había otra alegría. Ahora –que se ha ganado-, las redacciones son muy serias y parecen laboratorios. Hasta se ha atenuado el compañerismo entre la gente. Se ha mejorado mucho; otra cosa es que nos guste.
«Yo he sido más de copas que de cartas. La vida siempre me ha parecido un juego suficiente, como para intentar además el de las cartas»
Es probable que los periódicos, donde usted ha pasado cincuenta años escribiendo, estén viviendo sus últimos días. Ahora, con internet, no hace falta esperar al día siguiente para leer una noticia.
Claro. La lectura es un acto sagrado: Una creación dirigida. El lector está creando algo, aunque se lo den hecho. Lo alarmante es que siempre disminuye el número de lectores. Yo no creo que se acabe el periodismo escrito. Pero eso de desplegar un periódico y acariciarte con la pequeña brisa de una página… ese mundo quizás se acabe; sí.
En el epílogo de este libro, su amigo Garci dice que “sus artículos tienen el don de la jovialidad”. Creo que esa es una de sus mayores virtudes como escritor: Aunque abra la ventana a la melancolía, siempre lo hace desde un tono jovial.
No me gusta ser eso que en Andalucía llaman un ‘malasombra’. Entristecer a alguien… eso no. El primer mandamiento es no aburrir ni a Dios, sobre todas las cosas. Hay muchos que se convierten en predicadores –y lo hacen muy bien-; pero hay que decirles que no tengo ganas de oír sermones. Hay muchos articulistas que venden soluciones para que todo vaya mejor o las deploran de tal manera que parece que no hay salida. En la vida, lo difícil es ser un convaleciente duradero.
A ninguna generación le van bien todas las cosas. Ni siquiera la Belle Époque, que fue bella para seis o siete privilegiados.
¿Se hace más difícil huir de tenebrismos a medida que uno envejece?
Una luminosa página del eminente médico don Gregorio Marañón habla de los deberes de la edad. De la infancia –asegura- es la obediencia. De la juventud, la rebeldía. Y de la madurez, la adaptación. Hay que acoplarse a cada época vital.
¿Envejecer es ir perdiendo ilusiones?
No es que las pierdas. Es que no sabes dónde las pusiste y no las encuentras (risas).
Magnífica entrevista a un magnífico escritor y periodista. Viva la Red, que me permite leerla 5 años después. Me hice periodista leyendo en la infancia a Alcántara, Vadillo, Valencia y aquellos corresponsales que iban con las selecciones nacionales, sobre todo la de fútbol, a todo el mundo. Y empecé a pensar: yo también quiero ser testigo.
Enhorabuena, Jaime Moriche. Una pieza que a mí me hubiera gustado escribir.