Hoy se cumplen once años de la desaparición de Francisco Umbral. La cultura de la memoria favorece las cifras redondas, el lustre del siglo o la década, por lo que esta vez no se han producido los fuegos de artificio del pasado curso, donde no hubo cabecera, física o virtual, que se resistiese a glosar su aportación a nuestras letras, el significado de su legado, el porvenir de su obra. O, por plantearlo en términos fríos y mercantilistas: el activo que queda tras más de medio siglo de oficio y un decenio de muerte.
Y es que este factor, el de la desaparición física, tiene un peso especial a la hora de valorar la buena salud del legado umbraliano. Mientras la obra de ciertos autores discurre libre más allá de sus circunstancias biológicas, la de Umbral va muy ligada a su propia existencia. Él mismo, y disculpen el tópico, es una creación literaria más (acaso la que mejor urdió), alguien movido casi exclusivamente por impulsos estéticos. Planteado así, asoma la tentación del axioma: muerto el autor, muerta la obra.
Afortunadamente, no es tan fácil.
Claro que queda un legado Umbral. Se puede hablar de la más alta cota de estilo, que no es otra cosa que la transformación de nombre en adjetivo para designar una concepción de la literatura: umbraliano. Priorizar la forma sobre el fondo, atrapar el tiempo mediante la escritura, huir de lo figurativo, de la caligrafía; se puede hablar de su prosa —imposible calificar lo que hacía como novelas, salvo ejercicios puntuales como Leyenda del CésarVisionario— entre memorialista y pirotécnica, entre lo existencialista y el apunte frívolo; se debe hablar de su faceta como columnista, en la que tomó el pulso de un país, a izquierda y derecha, durante cuatro décadas en las que glosó, satirizó, condenó y literaturizó todo: de Tierno Galván a los escritores falangistas, del 23F a un concierto de los Ramones, de Lola Flores a Arthur Miller. El auge y ocaso del felipismo, la derechona, la jet-set, Jesús Gil, el 11M.
Pero no es el propósito de este artículo pasar revista por undécima vez a su vida, obra y pecados (que por cierto es el título de un libro de entrevistas maravilloso, lo más cercano que existe a unas memorias de Francisco Umbral). Me apetece más bien señalar lo siguiente: como todo activo que aporta un placer inmediato, Umbral, el umbralismo, presentan un cuadro de efectos adversos con los que conviene tener cuidado.
El primero es entender su literatura como la única posible, tanto entre los lomos de un libro como en las páginas de un periódico. Pretender que cada escritor y cada columnista viva según el canon umbraliano es un disparate: ni su biografía ni su concepción de la propia existencia, sumamente particulares, son cosas que se puedan forzar. Y es esa mirada la que en última instancia informaba su estilo, su prosa. Hay quién ha dicho en estos días que alejándose de Umbral uno acaba escribiendo «como un opositor, un capitán de corbeta o un boticario». Como frase elogiosa está muy bien, pero es eso, una frase.
Aunque como síntoma, el segundo me parece todavía más peligroso. No se nos escapa la faceta de polemista literario de la que hizo gala Umbral durante buena parte de su vida: Galdós y Baroja fueron sus animadversiones más sonadas, hasta el punto de que, rastreando en su bibliografía, se puede componer un verdadero libelo contra sus obras (e incluso añadiría que contra sus personas). Pero no escatimó en usar el látigo, el famoso látigo, con casi nadie: desde históricos a los que trató en lo personal —Azorín— pasando por ocasionales dardos a Machado —Antonio— a prácticamente una labor de derribo contra casi todo el exilio español y la generación de la posguerra. Como summum de esta faceta encontramos dos libros: Las Palabras de la Tribu y Diccionario de Literatura, dos tratados iconoclastas, casi punks, de amenísima lectura, en los que va del análisis casi estructuralista a la pulla procaz sin despeinarse. Particularmente interesante es el segundo, en el que alterna escritores contemporáneos (sorprende su fijación con Mañas) con vacas sagradas, ensayistas, poetas, figurones boom latinoamericano, charlistas épicos e infumables del franquismo, falangistas (muchos falangistas) de columna diaria y fauna de café literario en abigarrada enumeración trufada de anécdotas personales. Espera, entonces, ¿dónde está el problema? El problema está cuando se toma ese conjunto de subjetividades a ciegas para elaborar el catecismo literario de una vida. Personalmente, me sobrecogió leer el año pasado por estas mismas fechas a Jesús Nieto afirmar: «Sus aseveraciones sobre escritores pueden resultar gruesas, contundentes, pero nunca les falta razón y nos sirve a muchos de guía exhaustiva de a quiénes —sean o no clásicos— no hay que leer».
Esa sería una afirmación peligrosa aplicada sobre cualquier autor —le otorga un poder excesivo— pero sobre Umbral lo es doblemente. Y es que mientras algunas de sus fobias tenían un fondo exclusivamente literario (que es de lo que va esto), otras tantas dan la impresión de deberse a cuestiones personales y profesionales. Acercarse a esos libros con otra intención que no sea la de sumergirse en su prosa mordaz y asomarse —esa es la mejor parte— a su concepto de la creación literaria, al análisis estructural que hace de las tendencias y movimientos literarios del siglo XX español, me parece un sonoro error.
El último efecto adverso está íntimamente relacionado con los dos anteriores, ya que es su puesta en práctica, esto es: escribir —intentarlo— como escribía, leer lo que leía. Hubo un tiempo en que a los aprendices de Umbral se les distinguía por lo estético: creían que con lucir melena romántica, botines de cuero y algún palabro cheli de vez en cuando tenían la mitad del trabajo hecho. Ahora tienen una apariencia más convencional, pero una idéntica voluntad de emulación. Supongo que el equilibrio entre influencia palpable e imitación es espinoso, pero asumo que con Umbral lo es doblemente. Es ver un “o sea”, un “meollo”, un “cosa” y saltar todas las alarmas. Hay que tener cuidado con Umbral.