Entrevistamos a la rock star de la fotografía patria y cronista del Madrid más descocado. El fotógrafo, que acaba de inaugurar ‘Dulce Monstruo de Juventud’ en la sala Fundación Vital de Vitoria, nos recibe en su guarida para hablar de una trayectoria plagada de excesos y rebeldía. Sobre sus pasiones y para desvelarnos qué disparo se lamenta de haber dejado en la recámara.
“Hazme un favor: No caigas en los clichés”. Son palabras de Alberto García Álix, justo antes de decirnos adiós. Una tarea difícil, viniendo de alguien que, unas horas antes, había hecho su aparición a lomos de una Harley-Davidson, enfundado en cuero y con toda su leyenda a cuestas.
Alberto es –quizás- el mejor fotógrafo vivo de este país. Y, sin duda, uno de los mejores del mundo. Así se lo dije, la primera vez que hablamos por teléfono. “Sólo hay un problema: No me gustan las entrevistas”, disparó con una franqueza heladora. “Una cuestión de pudor”. Hubo que entonar el viejo lema de El Canto de la Tripulación para salvar el naufragio: ‘Y Si No Hay Viento, Habrá Que Remar’.
-Ahí es donde te hice caso –confiesa entre risas, durante la entrevista-. Pero por El Canto, no por mí.
Y no es para menos. Aquella nave, en forma de revista de dimensiones gigantes, embarcó a una pintoresca tripulación de artistas, fotógrafos, rockers, escritores y moteros, dando carta de naturaleza a una parte de la contracultura patria. Esa que va desde la resaca de la chispeante movida hasta la embriaguez del final del milenio. “Era mi chaladura”, recuerda su fundador. Una travesía larga, que paseó su savoir faire por puertos de medio mundo: Tánger, Sintra, Nueva York, París… Casi veinte años después –nuevos tatuajes y viejas cicatrices-, aún se le ilumina la mirada cuando recuerda el aroma de aquella aventura.
-Se trataba de hacer un sueño rebelde. Lo divertido de aquello es que fue un faro que dio luz. Luego vendrán otros. Pero este lo fue en su momento. Y los faros alumbran a los que están siempre alerta… o a los más sensibles.
A pocos metros de nosotros, unos monos de cuero son testigos mudos del final de aquella época. Tatuada sobre ellos, la niña pirata de Ben Corday aún sonríe, cómplice de abordajes, derrotas y victorias.
-Tuvisteis hasta un equipo de competición de motos.
-El ‘Pura Vida Racing Team’. ¡Ganamos el Campeonato de España! Esos monos de cuero los diseñé a mi antojo. Fue una gran aventura… mi gran aventura –recalca-. Y para todos los que intervinieron –la alargada luz de El Canto vuelve a brillar.
La casa de Alberto recuerda a uno de esos lofts neoyorkinos de sitios como Tribeca. Situada en el corazón del madrileño barrio de Tetuán es –para el observador sensible- una suerte de museo, donde los fetiches personales se mezclan con las obras que laureados artistas de un ya lejano Madrid han ido dejando. Buena prueba de ello es un enorme lienzo de Ceesepe que contempla nuestra charla. En él, dos amantes se entrelazan y retuercen, mientras enseñan sus dientes de forma amenazante, en una imagen llena de tensión, tan inquietante como evocadora.
-Le admiro muchísimo –reconoce el fotógrafo-. De mi generación y de todo lo que viví, su pintura es la que más me llega al alma. Me reconozco en ella de alguna manera. Y le debo mucho: Primero como artista y luego como persona. Fue él quien me abrió al mundo de la creación.
«No tenía ambición en nada que no fuese una moto.»
Ceesepe fue el primer Artista –en mayúscula- que Alberto conoció. Juntos, editaban fanzines undergrounds y pirateaban cómics americanos, para venderlos en El Rastro, a finales de los setenta, en una robusta asociación que bautizaron como la ‘Cascorro Factory’. “Había dejado Derecho. No tenía ambición en nada que no fuese una moto. Le conocí y me sorprendió. Por aquel entonces, yo tenía una cámara e iba haciendo fotos. Hasta mi imaginario visual de la época está recogido un poco en su pintura”, dice mientras clava su mirada en el sugestivo lienzo. “Hice bien en comprarlo. Si fuese rico, tendría más”.
-Era una época más incestuosa en lo artístico: editabais cómics, rodabais cortometrajes, hacíais fotos… ¿Crees que ese flujo de energía se ha perdido?
-Lo que se ha perdido es que nosotros –más ingenuamente- estábamos alimentados por la ilusión en un futuro que se mostraba muy favorecedor. Ahora es muy difícil que exista esa misma ilusión entre los jóvenes.
Autodidacta, Alberto es padre de una obra capaz de seducir a recalcitrantes macarras y estirados críticos –con todo lo que media entre ambos-. Su mirada libertaria, con algo de anarquista, ha sido también rociada con el oropel de los premios. El último le llegó de Francia, condecorado como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. “Fue un gran orgullo para mi madre”, asegura entre carcajadas de viejo corsario. “Me dieron hasta una medallita”.
Viviendo en París, el fotógrafo supo que el Stone Keith Richards se encontraba entre sus seguidores. El británico pensaba que aquellas fotos urbanitas, pobladas de cuero y motocicletas, estaban tomadas en las calles de Nueva York. Y es que su obra es universal. Nos reconocemos en ella como en un espejo deformante y las ciudades son sombras de nosotros mismos. No importa que sea Manhattan, Madrid o Pekín…
Aunque García Álix reconoce vivir “encerrado en su pecera”, es un hombre comprometido: “La situación en España es pavorosa. Darnos cuenta de la realidad de una estafa. La política cultural se ha destruido y hay una impunidad absoluta”, se lamenta. “Por el país he hecho yo mucho más que vosotros (los políticos), retratando a todos los monstruos”, sentencia con una enorme sonrisa. Pero Alberto –como todos- está hecho de dualidades. ‘Todo’ y ‘Nada’ se puede leer en sus manos tatuadas; y donde la cabeza desespera, el corazón sueña.
«Vi a José Tomás en Nimes (…). Cuando acabó fue como si le dieran la luz a un teatro»
-Soy también optimista –reconoce-. Siempre confío en que hay gente inteligente luchando. Y la juventud siempre baila. -Pero a veces la música…
– Sí –larguísimo silencio-. A veces se pierde el paso. Pero hay que recuperarlo.
Muchas veces ha dicho que llegó a la fotografía de manera fortuita. Las motos fueron su primera gran pasión y las fotos eran, en principio, un complemento a ese universo. Después, por su objetivo han pasado príncipes y drogadictos, rockers y cantaores, boxeadores y prostitutas… dando forma a una obra directa, poética y viril. Teniéndolo delante, se me ocurre que es a la fotografía lo que Ignacio Aldecoa a la literatura: un contador de historias fascinado por la épica y la lírica que estalla en cualquier rincón de la existencia; sea este la arena de un ruedo o una habitación de hotel vacía. Al igual que el malogrado escritor, García Álix se siente cómodo en esas tardes de gloria donde algunos hombres siguen bailando con la muerte, en una danza ancestral.
-Me gustaría conocer a José Tomás. Vi la corrida en Nimes y me hizo mejor como persona. Es ver como un hombre amplifica los límites de la gloria. Cuando acabó, fue como si le dieran la luz a un teatro. Al recordarlo, aún se palpa la minúscula estrella tatuada en su sien izquierda: “La llevo para que no se me caiga (comenta entre risas). La toqué y me dije: ‘¡Qué suerte!’… Eso lo he visto yo”.
“Por el país he hecho yo mucho más que vosotros (los políticos), retratando a todos los monstruos”
-¿Hay alguna foto que te haya quedado la espina de no hacer?
-Sí, bien porque no fui lo suficiente brillante para verlo; o porque tuve miedo; o por no molestar. Cuando son importantes te acuerdas bastante. Me pasó con mi hermano, cuando murió (Willy, 1960-1984. Fallecido a causa de una sobredosis). No iba a entrar en el anatómico forense con flashes, quitar a toda la familia…pero visualicé la foto y fue una anestesia del dolor. Pensaba que al hacerla, de alguna manera, nos unía y nos redimía más.
-¿Y no daba más dolor?
-No, porque era redención –se toma un larguísimo silencio-. Quería esa última foto porque la veía épica de todo el sinsentido aquel. Lo mastiqué en el alma: ¡Qué foto! Viendo el cadáver ahí. La quiero… por amor… hasta por rencor. Por respeto…
En su cuarto de revelado, el agua oscura resucita a los fantasmas. A veces duelen; otras, traen de vuelta viejas historias, con el refrescante sabor de una copa recién servida. Como aquel último retrato que le hizo a Camarón, meses antes de que se lo llevara la Parca: Un rey desterrado, con anillos en las manos, sobre un sencillo mantel de cuadros. La mirada con cien caballos negros recorriéndola y una soledad que atraviesa.
-Me fijé en el tatuaje de su mano y pregunté si podía sacarle una foto. Él se quedó callado y su manager saltó con que los “artistas no llevan tatuajes”. Me sentí un poco tocado y le dije: “Yo también soy un artista, colega”, abriéndome la camisa y mostrando todo lo que llevaba tatuado. Entonces el tipo contestó: “Joder, si parece un mapamundi”. Todos nos reímos, pero vi que Camarón seguía quieto con la mano. Bajé la cámara y disparé. Cuando levanté la vista, él estaba mirándome, como diciendo: ‘Tú y yo’… Fue nuestro ese momento –relata orgulloso.
Alberto medita cada respuesta. Y cuando contesta, te clava la mirada como una estaca. Sabe pasar de lo trágico a lo cómico sin despeinarse, y tiene una risa contagiosa. Uno no puede evitar preguntarse cómo conserva esa frescura intacta, frisando los sesenta. “Tengo un alma muy infantil –en un sentido romántico-, que es la que me protege. La que me alienta”.
Antes de marcharnos, nos enseña las últimas publicaciones de ‘Cabeza de Chorlito’, su nuevo proyecto editorial. Me fijo en un libro de dibujos sobre bikers. “Es de un artista inglés. Muy bueno”, me asegura. Y entonces, lo veo claro: Alberto García Álix es de esa clase de tipos que mueren con las botas puestas. Siempre alerta. Hasta el final. Cuando le estrecho la mano –ya en la calle-, viene a mi cabeza otro viejo lema de aquella irrepetible Tripulación: ‘No Te Mueras Nunca’.