Con ese aire de príncipe triste que tuvo en vida; de rey desvalido, pero digno, te recibe en su trono desde
un cementerio del Sur. Vestido de mármol negro, luce pañuelito al cuello; camisa abierta, chaqueta
arremangada y botas. Que a la muerte hay que entrar como en una fiesta.
Es quizás el último Camarón el que sirvió de modelo a su hacedor: La melena apagada y el gesto
sombrío, secretamente resignado. No está esculpiendo un cante con el cincel afilado de su quejío, como
su hermana de La Línea de la Concepción, con el Peñón a su diestra, tabaco de contrabando en el
bolsillo y la bahía a su espalda -«cuánto barco en el puerto…» que cantan los gitanos del Atlántico,
cuando se arrancan por Alegrías-. Tampoco tiene el poderío tranquilo de esa otra estatua, a los pies de la
Venta Vargas y a la que su escultor talló medalla al cuello y anillos en los dedos, para que la piedra
también conservase supersticiones, esperanzas, miedos… El José de su tumba es un mármol que no teme, ni canta, ni pasa fatigas -esos son vicios para los vivos-.
Sólo ve caer las tardes entre flores y piedras, con la mirada triste de los que ya son eternos.
Enredadas entre sus botas descansan rosas blancas y rojas, claveles, azucenas, cigarros… y esta mañana,
unas gafas enormes de lágrima que, tal vez, dejó alguien que ya llevaba mucha noche a cuestas y, al pasar
por aquí, quiso entrar a saludarlo.
A veces, la estatua amanece con un rosario amarrado a su muñeca. Otras, con un ramo de lirios en el
regazo, como si fuese un amante que espera algo todavía. Como si aún hubiesen para él mañanas y
caballos, paquetes de Winston y soleares. Como si las palmas no fuesen a apagarse nunca.
Tiene el conjunto algo de ermita o de paso procesional, con sus cuatro candelabros, sus flores frescas
durante todo el año y esa cruz enorme que remata la escena; faro vigía a la caza de todos los náufragos de
la pena que, en este pequeño cementerio de una ciudad de sal, nos sigue alumbrando.