La tumba de Camarón

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LA TUMBA DE CAMARÓN

Con ese aire de príncipe triste que tuvo en vida; de rey desvalido, pero digno, te recibe en su trono desde
un cementerio del Sur. Vestido de mármol negro, luce pañuelito al cuello; camisa abierta, chaqueta
arremangada y botas. Que a la muerte hay que entrar como en una fiesta.
Es quizás el último Camarón el que sirvió de modelo a su hacedor: La melena apagada y el gesto
sombrío, secretamente resignado. No está esculpiendo un cante con el cincel afilado de su quejío, como
su hermana de La Línea de la Concepción, con el Peñón a su diestra, tabaco de contrabando en el
bolsillo y la bahía a su espalda -«cuánto barco en el puerto…» que cantan los gitanos del Atlántico,
cuando se arrancan por Alegrías-. Tampoco tiene el poderío tranquilo de esa otra estatua, a los pies de la
Venta Vargas y a la que su escultor talló medalla al cuello y anillos en los dedos, para que la piedra
también conservase supersticiones, esperanzas, miedos… El José de su tumba es un mármol que no teme, ni canta, ni pasa fatigas -esos son vicios para los vivos-.
Sólo ve caer las tardes entre flores y piedras, con la mirada triste de los que ya son eternos.

Enredadas entre sus botas descansan rosas blancas y rojas, claveles, azucenas, cigarros… y esta mañana,
unas gafas enormes de lágrima que, tal vez, dejó alguien que ya llevaba mucha noche a cuestas y, al pasar
por aquí, quiso entrar a saludarlo.
A veces, la estatua amanece con un rosario amarrado a su muñeca. Otras, con un ramo de lirios en el
regazo, como si fuese un amante que espera algo todavía. Como si aún hubiesen para él mañanas y
caballos, paquetes de Winston y soleares. Como si las palmas no fuesen a apagarse nunca.
Tiene el conjunto algo de ermita o de paso procesional, con sus cuatro candelabros, sus flores frescas
durante todo el año y esa cruz enorme que remata la escena; faro vigía a la caza de todos los náufragos de
la pena que, en este pequeño cementerio de una ciudad de sal, nos sigue alumbrando.

La belleza de la tristeza

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SALVADOR TÁVORA (1930) Fotografía: Castro Lorenzo

Dejó escrito Luis Rosales que “quizás no tiene historia la alegría”. Es -por tanto- el dolor nuestro único bagaje. De ese pozo denso lleva más de 40 años bebiendo La Cuadra, a cuya portón se siguen asomando máquinas desgarradoras, toros picassianos y quejíos de sangre. Salvador Távora conserva coleta de matador de los de antes de Belmonte; cuando los toreros se fraguaban en mataderos y la necesidad enseñaba más que la vocación. Le duele el Sur y huye de caretas almibaradas… de La Gracia como I+D de Despeñaperros pa’bajo.

Se estrelló con el duende en El Cerro Del Águila sevillano, con el Bizco Amate cantando al compás de las soldadoras de Hytasa. Fue carne de exilio y ahora descansa en su tierra con las botas de bailaor puestas, gastadas de dar taconazos por todos los escenarios del mundo. En una de estas, vió caer las torres de Manhattan mientras Carmen bailaba con un caballo tordo, al son de Las Cigarreras.

Sabe que un ¡Ay! vale más que un libreto entero. Y que el flamenco de alegre sólo tiene los tonos. Intuye cerca al Minotauro y no le teme. Siempre tuvo claro que Teseo era un pelmazo y que Ariadna aún guarda hilo de sobra para salir de este laberinto.