Desde su celda, en algún oscuro penal francés o italiano, debió evocar más de una vez, la Dolce Vita que había dejado pudrirse, al otro lado de los barrotes: Los cadillacs llenos de rufianes; las locas bailarinas, que lo esperaban con una botella de champagne y la cama revuelta, a cualquier hora del día o de la noche; las joyerías rebosantes de dinero y diamantes; los bancos, como sucursales del Cielo en la Tierra, con cajeros temblorosos que llenaban las bolsas de los bandidos, como si de un Far West bañado por la luz del Mediterráneo se tratase.

Luciano Lutring, ‘El Solista de la Metra’ murió hace hoy siete años, dejando para los fabuladores toda su leyenda de ladrón caballeroso. El único capaz de desvalijar la caja de un gran banco con la metralleta en una mano y un ramo de flores frescas en la otra, para obsequiar a alguna dama que parece asustada durante el golpe.

Entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, este hijo de un domador de caballos húngaro y de una farmacéutica italiana se convirtió en el ‘Enemigo Público Número Uno’ para la Interpol. A cara descubierta y con su inseparable metralleta oculta en el estuche de un violín, Lutring robó más de cien bancos y joyerías entre Francia e Italia. Sin sangre. Sin pegar un solo tiro.

A la literatura y al cine siempre les sedujo el ideal del «buen canalla»: El delincuente enfrentado al sistema, duro con los burócratas que rellenan formularios al otro lado del mostrador pero tierno con los más débiles. Imaginen la atracción que suscitaría un tipo que rebajaba la tensión de sus robos contando chistes en dialecto milanés y que, antes de largarse, sacaba un enorme fajo de billetes para dárselo a una anciana, diciéndole con un guiño: «Nonna, no tiemble». Gian Maria Volonté y Allain Delon le pusieron rostro  y modales en la gran pantalla, mientras él agotaba los días de su condena devorando libros, pintando cuadros con pasta dentífrica y escribiendo novelas sobre sus aventuras.

Lo pillaron en 1965, en medio de un tiroteo de película -la vida imita al Arte-. Con las cicatrices de siete balas en el cuerpo y las caricias que la policía francesa le había dejado en la cara, después de un rato a solas, un irreconocible Luciano Lutring se sentaba, por fin, en el banquillo de los acusados. Desde allí, con grilletes en manos y pies, escuchó con la garganta seca cómo pedían guillotina para el reo, en una Francia donde la pena capital seguiría vigente al menos durante los próximos tres lustros. Finalmente, las herraduras tatuadas en sus brazos obraron el hechizo y ‘El Solista de la Metralleta’ fue condenado a veinte años de trabajos forzados, de los que sólo cumpliría la mitad entre rejas. Además de por su costumbre de entrar en los bancos y joyerías del Sur de Europa con un estuche de violín bajo el brazo, Lutring también merece ser recordado como el único preso indultado por los presidentes de sus dos patrias delictivas: El francés Pompidou y el italiano Leone, sensibilizados ambos por sus «méritos artísticos» -el Arte absuelve-.

Robó millones a cara descubierta y se los pulió disfrazado…murió en una pequeña casa de alquiler, a pocos kilómetros de Milán. Los últimos años, sobrevivió vendiendo algún cuadro, dando alguna conferencia donde los hijos de los padres a los que robó sus ahorros escucharían historias de los viejos tiempos, en las que un ladrón recorría el Mediterráneo al volante de un deportivo, reventando cajas fuertes, con un corazón y un nombre de mujer grabado a tinta y dolor en la piel.

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