[Este texto puede contener spoilers. Léase bajo propia responsabilidad]

En el contexto de una entrevista que le hizo Roger Ebert a primeros de los 70s, John Wayne intentó razonar su conocida antipatía ante High Noon. Aducía razones de tipo pseudohistórico. Venía a decir -cito de memoria- que los habitantes de un poblado del salvaje oeste a buen seguro habrían tenido que sortear toda clase de peligros hasta llegar allí, batirse con indios y con un terreno hostil. Tipos con ese bagaje, concluía Duke, jamás podrían haberse achantado ante la llegada de cuatro pistoleros al pueblo, mucho menos dejar a su sheriff en la estacada. De lo contrario, no debería haber película, ya que no merecían más que ser dejados a su suerte por Gary Cooper.

Con esas aseveraciones, Wayne parecía olvidarse de dos hitos de su propia filmografía: Rio Bravo (Howard Hawks, 1959) -donde la única ayuda que recibía el sheriff asediado por forajidos era la ofrecida por un borracho, un lisiado y un teenager con un escandaloso tupé- y El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), donde el personaje que da título a la película, encarnado por Lee Marvin, aterrorizaba a un pueblo sumiso y pusilánime, ahogando cualquier intento civilizado de hacerle frente con violencia y terror.

Uno es de la opinión de que en las aseveraciones de Wayne pesaba más el turbio contexto político que marcó la primera mitad de la década de los cincuenta en Estados Unidos: Es casi un lugar común indicarlo a estas alturas, pero siempre se ha interpretado este western como una metáfora no muy sutil de la llamada caza de brujas que tuvo lugar en Hollywood y Broadway durante esos años. Unos tiempos oscuros en los que se impuso la cultura de la delación y el uso de listas negras ante un silencio entre cómplice y atemorizado.

Una muralla de silencio similar a la que enfrenta Will Kane -Gary Cooper- al pretender hacer valer su estrella de latón ante la llegada de unos maleantes que pretenden cobrarse su cabeza a cuenta de rencillas pasadas. Esa indiferencia por parte del pueblo toma múltiples formas: Va de la pura cobardía a la burla, pasando por quienes aprovechan para ajustar viejos resentimientos -El ayudante del sheriff, encarnado por Lloyd Bridges- o hacen gala de un pragmatismo brutal: El alcalde le conmina a marcharse del pueblo aduciendo que los tiroteos -aunque sean para hacer cumplir la ley- dan mala imagen a ojos del gobierno de Washington y pueden ser malos para el negocio. Como se vió en tantos western posteriores, los únicos ofrecimientos de ayuda sinceros vienen de parte de los desheredados, nunca de los acomodados en el sistema: Un veterano medio ciego consumido por el alcohol, en este caso.

La situación arriba descrita gana en impacto al ser descrita por medio de contraste: Tan solo unos minutos antes hemos podido ver al sheriff tomando por legítima esposa a Grace Kelly ante la mirada y los parabienes de las fuerzas vivas del pueblo. Es la aparición del peligro, o más bien el ser marcado por ese peligro lo que cambia ese plácido statu quo: Primero le conminan a marcharse del pueblo; a su vuelta lo tratan como a un apestado.

Solo ante el peligro pintaba un fresco inquietante de la condición humana, y lo hacía en el contexto del género americano por excelencia. Resulta doloroso presenciar esa tortuosa espera prácticamente en tiempo real: Los amigos que desaparecen, las puertas cerradas, las burlas en el saloon, las miradas furtivas al reloj, la manera en que se va descomponiendo progresivamente la figura de Kane.

Y eso nos lleva a otra de las cuestiones de esta obra que a buen seguro tuvo que incomodar a su nutrida nómina de ilustres detractores (El mencionado Wayne, pero también John Ford o Howard Hawks): Gary Cooper tiene miedo. Sus ojos transmiten melancolía y hastío, pero se dilatan cada vez que ve las horas pasar en ese reloj. La desesperación se va haciendo cada vez más patente a medida que se acerca la hora maldita, sus modos para obtener ayuda más apremiantes.

Gary Cooper tiene miedo sí, pero no es un cobarde: Sabe la dimensión del peligro que enfrenta, todo lo que puede costarle y aún así avanza hacia el. Su posición tiene más mérito que la de aquel que se arroja al vacío sin medir las consecuencias. Suya es la verdadera valentía, lo otro es simple inconsciencia.

No se nos oculta que su retorno, su huida interrumpida, obedece más a una cuestión de percepción que a un genuino deseo de hacer cumplir la ley: No quiere ser visto como un cobarde, ni a ojos de sus conciudadanos ni ante sí. Ese factor individualista irá en aumento a medida que avanza la película: Bastan unos pocos minutos para que nos demos cuenta de que ese pueblo no merece sacrificio alguno por su parte. Respecto a la ley, demuestra estar hecha de un material muy débil en esos confines del oeste: Resulta paradigmática la apresurada huida del juez ante la noticia de la llegada inminente de los pistoleros:

– Eres un juez. –Le dice Kane

– He sido juez muchas veces, en muchos pueblos.

El clímax de la película, la batida de la banda de Frank Miller, es un tiroteo furtivo entre casas, tejados y establos en llamas con más de guerrilla que de duelo al sol. Tiene además el factor novedoso -que tan poco gustó en la época- de que el héroe masculino es salvado in extremis por la intervención de una figura femenina.  Solamente cuando el último forajido yace cádaver -ni un minuto antes- el pueblo se anima a salir y rodear al sheriff con reconocimiento entre silencioso y azorado. Cooper los mira con decepción y un punto de tristeza: Definitivamente ha saldado sus deudas, pero a cambio ha obtenido una poderosa  lección acerca de la condición humana que a buen seguro modelará su conducta en lo sucesivo. En lo que es uno de los finales de western más rompedores jamás filmados, Cooper se arranca la estrella de su chaleco, la arroja al suelo con desprecio, gira sobre el tacón de sus botas y sube -con ayuda- al pescante del coche de caballos que lo alejará por siempre jamás de ese pueblo -y quién sabe si de esa vida- en compañía de su esposa.

Solo ante el peligro fue acogida con la habitual miopía que exhibía la crítica estadounidense de la época (que también se cebaba rutinariamente con los trabajos de Hitchcock o Mann, entre otros. Sería un ejercicio interesante revisar hemerotecas y ver que ponderaban en su lugar): La aridez que exhibía y su visión descreída la acercaban definitivamente, siquiera moralmente, a los terrenos del noir. Tenía incluso una prototípica femme fatale en la figura de Helen Ramirez –Katy Jurado-, que planteaba el otro conflicto de la película: La prototípica dicotomía entre el amor pasado, turbio y racial y ese otro amor menos febril, más limpio y definitivamente más sajón que le ofrece la cuáquera Amy Kane.

Cierro estas líneas volviendo a echar mano de Roger Ebert, que apuntaba que no conviene confundir un western con una película de vaqueros: Se necesita conjurar un cierto sentido de la epopeya, una épica del paisaje, para hacer plena justicia a la etiqueta. No basta con los stetsons y los revólveres al cinto. Vista bajo esa luz, Solo ante el peligro se revela como una drama existencialista con sheriffs y cowboys. El primer atisbo de la desmitificación del género que certificaría algo más de una década después Ford con El hombre que mató a Liberty Valance y revalidaría Eastwood con Sin Perdón.

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