Manrique, Diego: Me parece el indiscutible decano de la crítica musical en España. En un país donde la figura del plumilla ha estado tradicionalmente aprisionada en militancias de género o angostos arcos espacio-temporales (prefiero ahorrarme nombres a modo de ejemplo, que esta es casa recién fundada) Diego ha representado la figura del gran crítico; A ello han contribuido factores biológicos -tiene edad suficiente para haber presenciado en primera persona buena parte de las tendencias musicales que definieron la segunda mitad del siglo XX- y otros más prosaicos pero igualmente determinantes -Haber podido ejercer buena parte de su carrera en una época donde la cosa de bailar sobre arquitectura daba para vivir, por ejemplo, en plena simbiosis con una industria del disco pujante y espléndida- pero sobre todo ha sido un eclecticismo bien entendido y una cierta distancia los ingredientes que han terminado por apuntalar su libro de estilo.

Uno ha leído a Diego Manrique versando sobre Bob Dylan, Burning, The Clash, Miles Davis o La Niña Pastori con idéntica sobriedad. Con la misma pluma alérgica a mitomanías, consecuente con el hallazgo creativo, pero siempre pendiente del aspecto crematístico, de puro negocio, que oculta sus fauces entre las bambalinas del confuso tinglado de sueños y mercadotecnia que es el pop. La cultura pop.

Pero del mismo modo que un reloj averiado siempre acertará dos veces al día, nuestros escribas de guardia pueden, en lógica inversa, permitirse un par de patinazos de vez en cuando: Sorprende ver al ciudadano Manrique, siempre tan proclive a la mesura, sentenciando en un artículo que lleva por título «Arde Madrid, mentiras en blanco y negro» que los autores de la serie han caído en «errores propios de paletos». Uno no tiene la memoria que solía, pero diría que nunca lo he visto emplear un lenguaje tan árido.

Resulta ocioso señalar que el gusto es libre, pero que el argumentario escogido para intentar desmontar una de las ficciones más sólidas que se han visto por estos pagos sea el de señalar una serie de anacronismos puntuales (y totalmente intencionados) en la elección de la banda sonora, así como ciertos aspectos en la construcción de los personajes poco acordes (siempre a juicio del autor del artículo) con el clima sociológico de la época retratada entra en el terreno del disparate. Por no decir otra cosa.

Y lo hace porque de las conclusiones de Manrique se desprende nada más y nada menos que nuestra producción propia debe ceñirse al verismo, contentarse con mostrar una foto fija consecuente en todo momento con la época en la que transcurre la ficción con pulso de documental o de cinta verité hasta en los detalles más nimios. En posterior polémica tuitera, confrontado ante un argumento díficil de franquear (Peaky Blinders, ambientada en los años 20’s, emplea música… de Jack White) el autor se desquita aduciendo que el problema es que parte de esa música que se había grabado a posteriori aparecía siendo interpretada en pantalla, formando parte de la acción: Música diegética versus extradiegética y tal. Un rápido vistazo al artículo, sin embargo, revela que no se valió de esa -endeble, todo sea dicho- lógica a la hora de redactar las siguiente líneas: «Hasta el añadido de una grabación de Rosalía es tratado con la reverencia digna de un mensaje divino. Advierto que se trata de la Rosalía moderna, no la madrileña Rosalía yeyé que, en buena lógica, es la que debería escucharse en una ficción situada en 1961.» La canción de Rosalía aparece, sí, pero no interpretada en pantalla.

Vengo yo a decir que uno tiene la sospecha de que no estaría escribiendo este artículo si la serie fuese una exótica producción foránea ambientada en un tiempo y lugar no vividos de forma tangible por Diego Manrique. Si hubiese sido, pongamos, una fantasía ubicada en la República de Weimar a tope del David Bowie de «Low», o una escapada al Londres Victoriano musicada por John Lydon.

El ámbito anglosajón siempre ha gozado de un saludable derecho de pernada a la hora de jugar a la mixtura de referentes espacio-temporales: A mitad del metraje de Rio Bravo (Howard Hawks, 1959) un Ricky Nelson de escandaloso tupé ejecuta todo un rock and roll en pleno far west; Sergio Leone inundó sus spaghetti westerns de música surf canalizada por el pulso épico de Ennio Morricone; Sofia Coppola retrató a Maria Antonieta como una adolescente frívola y un punto ochentosa a ritmo de nueva ola y rock gótico (Diego, ¿había adolescentes en el siglo XVIII?) y el Django de Tarantino clausura en un clímax de violencia y hip hop. A esta lista de nombres a vuelapluma podemos -y deberíamos- sumar que Arde Madrid, sí, ambientada en el Madrid de 1961 acompaña sus fotogramas de, entre otros, sonidos de los caleidoscópicos Smash de 1971, de la omnipresente Rosalía, del Peret del ocaso de los 60’s, de Quentin Gas y los Zíngaros.

Resulta del todo irónico que en su artículo Diego Manrique cae en lo que pretende denunciar, a saber: En el rosario de complejos que seguimos arrastrando a la hora de abordar la elaboración de ficciones relacionadas con nuestro propio corpus cultural, máxime cuando éstas se toman licencias en lo creativo y aspiran a ser (como cualquier obra de creación) algo más que un documental de los usos y costumbres del tiempo en el que se ubica la acción.

Arde Madrid, es, en efecto, una (maravillosa, trepidante, casi física) mentira en blanco y negro. En algo tenía que atinar el artículo, ¿No?

 

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