Guitarras rápidas; corralones de barrios pobres del Sur y ancianas que se levantan las faldas para bailar al ritmo de una música tan vieja como el Tiempo. Jérez de la Frontera y la Bulería. De sus fauces salinas han salido fenómenos aún por descifrar. Luís de la Pica es su hijo más olvidado.

Siempre me atrajo de una forma luminosa la historia de los que se funden la vida persiguiendo placeres, vicios o caprichos. No hablo de autodestrucción -que algo hay-, sino de la pérdida de respeto ante la propia existencia, decantada casi de forma inconsciente, en una oscura forma de estoicismo.
Los hay que empeñan hasta el alma sobre un tapete; los que se beben la noche entera, con su luna, sus estrellas y todos los oficios de las horas más negras; los hay también quienes pierden la cabeza por un coño -o lo que tercie- y los que insaciables, mezclan todo eso, se arrancan por palmas y siguen de juerga hasta que les sangran las manos. Y quizás ahí está la clave de la atracción que ejercen estos personajes: Que la mayoría de las veces, ni siquiera parecen divertirse. La combustión de sí mismos no es un medio, sino el fin.

En mi panteón de adorables monstruos hay un lugar reservado para Luís de La Pica. Jerezano del barrio de Santiago; cantaor de genio irrepetible y gitano de raro magnetismo, paseó su aire de sacerdote flamenco por juergas privadas, peñas y saraos, donde a veces -para nuestra suerte- una cámara fue testigo mudo del hechizo. Un primer contacto con de La Pica basta para oírte preguntar: “¿Qué es esto?” Oyes el compás de Bulerías, pero las letras hablan de muertos que ya son fantasmas, de sueños sudando angustias, amores podridos por el silencio… Nunca este palo, nacido en las entrañas de los patios más festeros de Jérez, había sonado tan oscuro. De su mano hinchada por el exceso salieron letras tristes. Lamentos que poco casaban con su deambular juerguista, acompañado del ya legendario grito de guerra: “¡Terremoto! ¡Viva Paula!”. Sonidos negros y paseíllo torero para hilvanar noches con madrugadas y mañanas con tardes. Luís de La Pica era inagotable. Cuentan los que le trataron que “le gustaba tó” y que no había forma humana de meterlo en una cama, cuando la fiesta ya era la de ayer.
De ese joie de vivre era fiel reflejo su aspecto. Prematuramente envejecido y abotigado como los barriles añosos que descansan el sueño de los justos en húmedas bodegas, de las que un día emanará vigoroso el espíritu de sus vientres. Destilaba, en cambio, una gracia imprevista, que más allá del quejío alcanzaba también a su particular forma de entender el baile. Manuel Soto Barea “Bo”, que lo acompañó a las palmas en innumerables juergas, decía que “se daba media vuelta y echaba mariposas por las manos”. No cabe imaginar aquí a una figura juncal dibujando figuras precisas al son de las guitarras. Lo suyo era dejar un aroma, por el que se adivina, fugaz, el duende más añejo.
Su prodigioso compás le permitía ajustarse a Bulerías, Soleares y Cantiñas no desde la praxis de un cantaor profesional, sino ondeando la bandera de la más radical originalidad. Inimitable, atesoró un quejío grave por el que se filtraban imágenes de cierta mística.

Anoche soñé
que era un árbol seco
y me daban agua
maná del cielo.

Cuando llegó a mi alma
y yo me disperté
Miré a mi vera
y no la encontré.

Curiosamente, las únicas mujeres que le han dedicado un recuerdo han sido las de su familia. Hermanas que lo atisban como un hombre serio, de pocas palabras y menos bromas. Como un raro, por definición, en contraste con el Luís de La Pica incombustible que evocan amigos y compañeros de parranda. Aunque todos coinciden en algo: El silencio. Cantó mucho y habló poco. Sin perderse una, las palabras le estorbaban al genio. Agustín Vega ‘Mondelito’, dueño del bar Arco de Santiago, cuartel general de bohemios, cantaores y artistas de esta ciudad gaditana, recordaba una tarde a de La Pica y Camarón en una esquina de la taberna, con cortitos de la ina el primero y menta con leche el segundo (?), mirándose durante horas y riéndose, sin mediar conversación alguna entre ellos.

Algunos de los que se acercaron a ver de cerca al hombre, en su ambiente, gustaron de idealizarlo como “el último romántico del Flamenco”. Con su barba encrespeda, escribía en servilletas de bares y papeles viejos que guardaba con celo en una gastada bolsa de plástico; salió poco de Jerez y nunca se interesó en grabar nada en estudio de forma profesional, salvo un par de cantes que algún aficionado se ha encargado de compilar. Para alivio de arqueólogos sónicos, la editorial El Flamenco Vive sacaba en 2011 un CD con diez cortes, donde puede escucharse a De La Pica moverse entre Soleares, Fandangos, Alegrías… recogidas aquí y allá, entre colmaos y fiestas a puerta cerrada. Al disco acompaña la única obra dedicada a glosar su misterio: El Duende Taciturno es un libro firmado por el legendario periodista de investigación y crítico flamenco Alfredo Grimaldos, que se sumerge hasta el cuello en las turbias aguas del mito. Toreros, cantaores, juerguistas profesionales y otros buscavidas dejan su testimonio en estas páginas, destinadas a desterrar del olvido al hijo más callado del Jerez flamenco.

Nada sabemos de su vida amorosa, más allá del sabor amargo de las letras que dejó escritas; vivió con su madre hasta el último de sus días, cuando el corazón le estalló sin haber cumplido los cincuenta, fundido de la ina, bulerías, madrugadas, tabernas oscuras y palmas aceleradas. Cuentan que llevaba días quejándose de un dolor en el pecho. Y que solía aliviarlo pidiendo hielo en el bar de turno para, envuelto en un paño, ponérselo sobre el torso. Murió fiel a su leyenda. En silencio, sin hacer mucho ruido. Pero dejando un aroma de luminosa tristeza. Como su voz, gimiendo bulerías plagadas de espectros.

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